Academia Internacional de Música Electroacústica / Bourges
1997: “Composición / Difusión en Música Electroacústica”


Breve epigramario de meditaciones encadenadas

Altavoz

Posiblemente nada más lacerante que una versión para altavoz de 4’33 de Cage.

Un altavoz crea una expectativa de sonido cuya ausencia vendría a ser sinónimo de avería, de impedimento técnico u olvido o incapacidad de la persona que aprieta el botón en el anonimato.

Un piano en escena crea por supuesto esa misma expectativa, pero siempre que se cumplan unas cuantas condiciones como estar en el centro, mínimamente iluminado y con una banqueta colocada del lado del teclado; los escenarios de los conciertos están llenos de pianos arrumbados en las esquinas sin que por ello nadie se inquiete lo más mínimo.

El punto más elevado en la temperatura emocional de la expectación se alcanza con la salida del pianista, sobre todo si éste saluda (ha de ir vestido convenientemente), se acerca, se sienta y abre la tapa (de encontrarse ésta cerrada). La tensión es máxima en ese momento.

De todas maneras es muy poco probable que la persona que aparezca sea el afinador, que viene a buscar la llave de afinar que se dejó olvidada dentro, o alguien que llega con el propósito de llevarse el piano o de empujarlo contra la pared (a menos que se disponga a ejecutar una de las Músicas peligrosas de Dick Higggins).

El piano, por otra parte, goza de una enorme ventaja sobre un grupo de altavoces: es decorativo y posee un diseño comprobado a lo largo de los años. Es, en suma, un objeto de arte. Su sola entidad es inspiradora de las más variadas poéticas o instigadora de las más insólitas atrocidades. Sería interminable el catálogo de acciones de índole musical con el piano como protagonista.

Todo concierto, aunque a muchos les cueste reconocerlo, es un espectáculo. La música electroacústica no sólo renuncia al espectáculo sino que además nos impone la contemplación de unas moles cuya fealdad hiere, por lo general, la vista. Deja insensible al más sensible “expectatómetro”, convierte al espectador en mero auditor y lo abandona -cual acusmático pitagórico, huérfano de toda asidera visual- al albur de sus órganos exclusivamente auditivos. Y, sin embargo, ¡qué mejor cualidad para una música que el que nos invite a cerrar todas las ventanas innecesarias obligándonos a aguzar únicamente el órgano del placer! La música en lata, forzada a renunciar al espectáculo, necesita inventar el espectáculo auditivo.


Música en lata

Música en lata es toda aquella que requiere el uso del altavoz. El concepto abarcaría por tanto desde una grabación de María Callas hasta una obra electroacústica, pasando por la radio y la música instrumental (acústica, eléctrica o electrónica) amplificada -cosa absolutamente indispensable en los dos últimos casos.

Se enlata algo para su conservación y su transporte (cassoulet, coca-cola), siendo en el caso de los líquidos una alternativa al embotellamiento (quizá fuera esta figura más apropiada para la música que tiene sin duda más de fluido que de sólido).

Lo enlatado como símbolo de lo que no es fresco, en el sentido de que no es consumido cercanamente a su producción. El concepto no es válido para lo amplificado, pero encaja muy bien con lo pregrabado, aunque paradójicamente al salir de la lata (o la botella), la música esté tan fresca como la consumida en el momento.

Podría proponerse como alternativa “música en potencia”, lo cual no resultaría tampoco muy definidor, ya que toda música está en potencia -bien se encuentre en una partitura o en unas neuronas -hasta el momento de su traducción mediante la física del músculo.

En este sentido sería más adecuado -aun a riesgo de incidir sobre la fecha de caducidad- el término “congelación”: la música es descongelada por la física (mecánica o electrónica).

Pero el escollo principal es que la naturaleza de la música hace reversibles procesos que en absoluto lo son: se desenlata y se vuelve a enlatar; se descongela y se vuelve a congelar; se desembotella y se vuelve a embotellar (cual duende en lámpara de Aladino), y todo ello sin merma alguna de la frescura del producto.

Está claro que la analogía no funciona. Es más, como en los misterios religiosos, se descongela sin por ello dejar de estar congelado; se desembotella, pero sigue embotellado; se desenlata, pero continúa enlatado. Es como abrir una lata de aire de Sevilla en Sevilla -si no fuera porque vienen de Hong Kong, que es más barato.

Al final de todo este embrollo encontramos que lo más propio sería -al menos hasta que el altavoz no sea sustituido definitivamente por la pared sonante- referirse a “música traducida por altavoz”.


Pared sonante

El altavoz se encuentra siempre al final de una cadena, que ésta sea micrófono / electrófono-amplificador-altavoz en el caso de la megafonía (enlatado y consumición en tiempo real), o soporte-amplificador-altavoz en el de la "reprofonía" (enlatado y consumición en diferido). Para la radiofonía (megafonía y reprofonía a distancia) basta insertar la subcadena transmisor-ondas-receptor.

Altavoz al servicio de lo efímero o de lo perdurable. Lo perdurable es lo registrado. Registrar es conservar, perpetuar, almacenar.

Se registra una melodía popular antes de que se muera la ancianita que la canta sin que posteriores generaciones se hayan tomado la molestia de aprenderla. Se registra tal o cual interpretación, tal o cual concierto, por la manía del documento. Pero sobre todo registra la industria discográfica, para que el melómano, sentándose en su butaca después de conectar la cadena hi-fi (también llamada estéreo), pueda, cerrando los ojos, hacerse la ilusión de que se encuentra en plena Musikverein de Viena. Se registra la música eletroacústica porque no hay más remedio.

¿De qué nos hablan esos dos elementos casi sinónimos del léxico cotidiano: hi-fi y estéreo? El primero de un resultado: alta fidelidad; el segundo de un procedimiento. La alta fidelidad se consigue gracias a una fidedigna reconstitución de la realidad, y esta fidedigna reconstitución gracias, en parte, a la estereofonía, que es como la estereoscopia de la oreja. El espectro sonoro deja de ser “puro” (con sus abstracciones de altura, timbre, intensidad y duración) y se contamina de concreción volumétrica. Aquí comienza a apuntarse tímidamente un maridaje entre sonido e imagen. Ya tenemos una vía abierta al espectáculo.

Y ya que hemos de conformarnos con la parcial apreciación de un mundo en sólo tres dimensiones (para más ya empieza a ser necesario el uso de un “tercer ojo” -me pregunto qué haríamos con un “tercer oído”), apliquémosla con la mayor credibilidad posible. Las triquiñuelas de la grabación permiten colocar casi con exactitud milimétrica los contrabajos a la derecha y delante, los timbales más al centro y al fondo. Si por error, en el proceso de reconstitución, invirtiéramos los cables, basta imaginar que miramos a la orquesta en un espejo.

Imaginación binocular para una percepción binaural. La alta fidelidad de recreación del espectro sonoro en todos sus parámetros, queda en un segundo plano al lado de la alta fidelidad de recreación estereoscópica. Esta recreación funciona de la misma manera, sino mejor, en un Walkman que con la mejor pareja de altavoces del mercado. Recordemos que las primeras tentativas de reproducción estereofónica (teatrófono de Ader) se hicieron con auriculares.

¿Será el simple estéreo, dos auriculares / dos altavoces para dos orejas, el indiscutible estándar de escucha?

¿Es el estéreo frente a la sofisticación de los dispositivos de espacialización lo que el cuarteto vocal frente a los excesos de la polifonía?

¿Será nuestra percepción más perfecta, más real, cuando las paredes de nuestras casas sean paredes sonantes, construidas con ladrillos sonantes hechos de “pixels” sonantes?

Abogo por una solución de ese tipo, pues no me encuentro nada cómodo cuando en esos cines de “alta fidelidad” me llega por una de esas catorce pistas un tren que me traspasa despiadadamente, o siento que una rana me croa en el testuz.

Pero cuando se trata de la música electroacústica, el asunto de la difusión es otro cantar.


Difusión

Los sonidos electrónicos, al carecer de ubicación referencial, se colocan a golpe de ratón. Por ello juegan con ventaja, sobre todo cuando el prosaico estéreo es sustituido por hábiles sistemas de espacialización, que permiten, sin caer en anatema, situar al tercer contrabajo en el guardarropa o a la segunda trompeta en la araña del techo, por ejemplo.

Este jugar con ventaja no es tan nuevo por cierto: uno de los logros de la música de la segunda mitad de este siglo ha sido la conquista del espacio tridimensional versus la frontalidad de las formaciones instrumentales tradicionales.

Al compositor electroacústico, obligado a inventar sus “instrumentos”, a crear sus objetos sonoros, se le debe conceder más que a nadie la licencia de inventar el espacio. Éste es algo a crear, no a reconstituir.

Una buena herramienta de difusión hace posible la creación de ese espacio, pero introduce además una figura inexistente en el estéreo: la interpretación, que es una suerte de apéndice del acto de la composición.

Pero para ello el compositor debe, abandonando la soledad del laboratorio, saltar al podio, como si de un director de orquesta se tratara.

Si ello no es posible, por no estar físicamente presente, no querer asumir el riesgo o no aceptar el entrenamiento necesario, tendrá que permitir que otro individuo hurgue en sus timbres, juegue con sus intensidades y hasta mangonee impunemente sus alturas y duraciones.

Este nuevo personaje (¿difusor?, ¿director de altavoces?) interpretará versiones geniales, pasables, mediocres o decididamente cacofónicas.

El compositor que decidió tras arduo esfuerzo fijar sus sonidos, “congelar” su particular interpretación de los mismos, podría sentirse terriblemente defraudado cuando esto de acá suene allá, lo que quiso ocultar sea enfatizado, o lo que quiso realzar enmascarado.

Para nuestra tranquilidad, esos sonidos “fijos” carecen de existencia. Existen altavoces diversos que traducen en circunstancias diversas y en diversos ambientes.

Sin difusión no hay eslabón final, pero lejos de ser una alfombra de flores, es un campo de minas para la “fidelidad”.

Lo único verdaderamente fiel es ése que está tocando 4’33, ese altavoz que está al final de una cadena de nada.